Decidí anticiparme a mi
verdadera estación. Ya estaba perdiendo demasiado terreno, dejando que muchos
se olvidasen de mí. La humedad se estaba llevando demasiado protagonismo. Era
hora de poner las cosas en su lugar. Con el cielo en un extraño color grisáceo,
un viento casi congelado y algunas gotas de lluvia casi llegando a aguanieve
como le decían en los noticieros, la tarea se facilitaba notablemente. Mi ataque comenzaba apenas escuchaban su
despertador. Aquel peor momento del día, como muchos lo llamaban. Yo los veía,
luchando contra una voz interior cálida, suave y en un tono muy relajado que
intentaba convencerlos de no moverse de ese espacio único como lo es el sobre.
Apenas se ponían de pie, los obligaba a notar mi presencia. El desayuno era
solo un instante donde decidía dejarlos en paz para que sus mentes imaginaran
que yo no estaba ahí. Antes de salir hacia la zona donde más los estaba
esperando, sonrío al observarlos llenarse de prendas de vestir, una sobre la
otra pensando que lograrían evadirme. De esa manera transitan las horas de su
día donde logran comprender que merezco respeto. Algunos me enfrentan solo
detrás de sus ojos, encapuchados al máximo. Otros, se animan a una lucha cara a
cara. Las consecuencias son inevitables. Ni hablar del uso de sus celulares.
Aquellos que suelen necesitarlos a toda hora, deben sacarse sus guantes para
utilizarlos. Error: me dejan la puerta abierta y me ayudan en mi trabajo. A
veces me comunico con un familiar lejano que está trabajando en el otro lado
del mundo. Tiene más suerte que yo porque es recibido con menos ropa y con claras palabras al disfrutar su
estadía.
Así son mis días, donde
debo cumplir mi función, como si fuera una sombra capaz de dividirse en
infinitas partes y cubrir gran parte del espacio. Suelen repetir mi nombre con
una expresión de asombro o hasta incluso con preguntas sarcásticas, sabiendo
que estoy ahí, a su lado, apenas pronuncian aquellas palabras frotándose ambas
manos: ¿Sabés si hace frío?
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