domingo, 3 de junio de 2012

El piano


Hoy se cumplían ya diez años de aquella primera clase. Aun podía escuchar los gritos de mi padre obligándome a sentarme frente a ese frio instrumento que sin saberlo se convertiría en mi único aliado.  Me acomodé en la silla acolchonada y aproximé mis manos hacia él. “¡No escucho que estés practicando!” Nunca más quería escuchar ese tipo de frases que invadían mi cabeza. Ya solo me limitaba a tocar. Acaricie la madera exterior de la caja de resonancia que contenía la magia de la música. 88 teclas. 36 negras y 52 blancas. 3 pedales. Mi mente ya lo tenía tan presente que podía definir cada centímetro  como mi propio cuerpo.

Esa tarde de otoño fue el inicio, cuando ella no soportó más y decidió pasar a otra vida. Mi padre no pudo superarlo.  Su locura apenas minutos después de encontrarla en su cama ya en un sueño profundo, se volcó hacía mí. Mi madre amaba esa música pero mi padre la odiaba. Sin embargo, ante la falta de aquel “sonido infernal” como él lo llamaba, y con mis apenas siete años, me sentó frente a aquel instrumento y comenzó mi camino.

No tuve otra opción, día tras día. Con un sol radiante en mi rostro o ante tormentas enfurecidas  golpeando la misma ventana una y otra vez. Las órdenes de mi padre crecían y su furia no desaparecía. Mis manos por momentos no soportaban la presión y rogaban un descanso. Mi garganta seca, imaginando un vaso de agua fría se repetía en los mediodías. Apenas tenía tiempo para comer, incluso a veces las teclas se manchaban cuando me veía forzado a morder bocado sobre ellas. La locura de mi padre por momentos era tan grande que mezclaba sus gritos entre no soportar el sonido de la música y la necesidad de escucharla. Su mente ya no tenía vuelta atrás y los años seguían deteriorándola. Mis constantes faltas a la escuela eran justificadas por enfermedad o cualquier invento de mi padre.

De esta manera, los años fueron pasando hasta alcanzar este momento. Me encontraba frente a un teatro repleto de gente dispuesta a escucharme. Mi primer concierto frente al mismo instrumento que diez años atrás me había recibido. Mis manos y mi mente no equivocaron ninguna nota y los aplausos invadieron el lugar. Me levanté para ofrecer una reverencia con una sonrisa enorme en mi rostro. Nunca hubiera imaginado que una trágica muerte y una locura sin sentido por algo que solo reflejaba odio, me hubieran llevado a ese momento. Me di vuelta y mis ojos se clavaron en él. El mismo que llevaba toda mi historia tallada en aquellas teclas. El piano que definía con cada tono un instante de mi propia vida. 

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