Hoy se cumplían
ya diez años de aquella primera clase. Aun podía escuchar los gritos de mi
padre obligándome a sentarme frente a ese frio instrumento que sin saberlo se
convertiría en mi único aliado. Me acomodé en la silla acolchonada y
aproximé mis manos hacia él. “¡No escucho que estés practicando!” Nunca más
quería escuchar ese tipo de frases que invadían mi cabeza. Ya solo me limitaba
a tocar. Acaricie la madera exterior de la caja de resonancia que contenía la
magia de la música. 88 teclas. 36 negras y 52 blancas. 3 pedales. Mi mente ya
lo tenía tan presente que podía definir cada centímetro como mi propio
cuerpo.
Esa tarde de
otoño fue el inicio, cuando ella no soportó más y decidió pasar a otra vida. Mi
padre no pudo superarlo. Su locura apenas minutos después de encontrarla
en su cama ya en un sueño profundo, se volcó hacía mí. Mi madre amaba esa
música pero mi padre la odiaba. Sin embargo, ante la falta de aquel “sonido
infernal” como él lo llamaba, y con mis apenas siete años, me sentó frente a
aquel instrumento y comenzó mi camino.
No tuve otra
opción, día tras día. Con un sol radiante en mi rostro o ante tormentas
enfurecidas golpeando la misma ventana una y otra vez. Las órdenes de mi
padre crecían y su furia no desaparecía. Mis manos por momentos no soportaban
la presión y rogaban un descanso. Mi garganta seca, imaginando un vaso de agua
fría se repetía en los mediodías. Apenas tenía tiempo para comer, incluso a
veces las teclas se manchaban cuando me veía forzado a morder bocado sobre
ellas. La locura de mi padre por momentos era tan grande que mezclaba sus
gritos entre no soportar el sonido de la música y la necesidad de escucharla.
Su mente ya no tenía vuelta atrás y los años seguían deteriorándola. Mis
constantes faltas a la escuela eran justificadas por enfermedad o cualquier
invento de mi padre.
De esta manera,
los años fueron pasando hasta alcanzar este momento. Me encontraba frente a un
teatro repleto de gente dispuesta a escucharme. Mi primer concierto frente al
mismo instrumento que diez años atrás me había recibido. Mis manos y mi mente
no equivocaron ninguna nota y los aplausos invadieron el lugar. Me levanté para
ofrecer una reverencia con una sonrisa enorme en mi rostro. Nunca hubiera
imaginado que una trágica muerte y una locura sin sentido por algo que solo
reflejaba odio, me hubieran llevado a ese momento. Me di vuelta y mis ojos se
clavaron en él. El mismo que llevaba toda mi historia tallada en aquellas
teclas. El piano que definía con cada tono un instante de mi propia vida.
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