martes, 30 de octubre de 2012

Día de examen

Miro el reloj y ya falta menos. El día está raro, templado, pero con nubes de esas que parecen afirmar el fin del mundo. En el primer colectivo intento leer algo más, pero ese movimiento incesante del viaje sumado al sol en la cara, me obligan a guardar las hojas y cerrar los ojos. Que lindo momento cuando por al menos unos instantes, la mente viaja a otro lado y al abrirlos, se necesitan dos segundos eternos para entender la realidad.
El trafico de Buenos Aires ya no sorprende mas allá de la hora. Por suerte, anticipar esto evita posibles sorpresas, pero forma parte de esas cosas a las que nos mal acostumbramos porque sabemos que ya no  tendrán solución. El segundo colectivo ya viene mas lleno, pero el viaje es corto.
Llega esa hora antes de la verdad, donde se intercambian opiniones o diferentes versiones de las miles de hojas que se cruzan. Los conocimientos, similares a un castillo de cartas creado a medida, empiezan a colapsar. Aparecen conceptos volando en el aire con la única intención de ocupar un lugar que no les corresponde. Los segundos previos se quedan con esa ultima frase que parece resumir todo. Levanto la vista y veo que comienza a acercarse con las hojas. Llega el momento donde esa primera impresión relaja o impone la negación absoluta del ¿Cómo salgo de esto?. La duda se mezcla con la confianza por el tipo de respuestas que se piden. En la mitad, se escucha la pregunta acerca de cuanto tiempo falta. La voz que afirma esa cantidad parece pesar sobre la birome. La letra empieza a convertirse en ilegible. Alguien se levanta para plantear una consulta y varios inclinan la cabeza buscando alguna ayuda que los beneficie.
Para el final, quedan esas que uno salteo y ahora se ve obligado a enfrentar: aunque no todos la toquen, la guitarra siempre se hace presente. Se escucha la ultima advertencia, y con ella la incertidumbre al leer algo que a pesar de ser correcto, en ese preciso momento parece completamente equivocado.
Guardo la birome, entrego las hojas y segundos mas tarde, la mente disfruta ese estado momentáneo donde no importa el futuro ni el pasado: barrido de información hasta nuevo aviso donde el castillo de cartas vuelva a construirse, mientras la mente en blanco disfruta de ese instante mínimo que al otro día volverá a completarse con las diferentes cuestiones que nos rodean todos los días.      

jueves, 25 de octubre de 2012

Un juego de cartas


El mazo era raro. Único. Sin que nadie le avisara, comenzó a jugar. En los primeros movimientos, empezó a conocer las reglas. Al principio, parecía fácil; un juego sencillo. Las decisiones parecían no tener mayores consecuencias y las cartas se repetían en muchas ocasiones. Era como recorrer los mismos lugares y seguir jugando. Ante algunos avances, recibía gritos y no comprendía porque. Sin embargo, el mismo pilón de cartas empezó a desaparecer, dando lugar a otras cuyo fin era mucho más diverso. La elección de cual usar, tenía un costo que empezaba a generar incomodidades. Igualmente, aún sentía que nada era definitivo. En el trayecto que mostraba el tablero del juego, aparecían nuevos casilleros que venían acompañados de más cartas desconocidas aún. El mal uso de ellas o la sorpresa de recibir una carta en su contra que no esperaba, lo forzaban a retroceder algunos pasos. Se enojó con la primera impresión de este tipo de conflictos, pero luego comprendió la ventaja de que ir hacía atrás le brindaba el conocimiento necesario para no volver a recibir esas cartas sorpresa. Ya conocía esa jugada.

Cuando ya resultaba inevitable y solo recorría caminos cuyas cartas eran similares, notó que debía tomar el control del juego. En ese momento, las cartas cuyo valor no tenían precedencia para él, aparecieron sin preguntar. Sin dudas, al tenerlas en sus manos, su precio subió notablemente. Ya no había vuelta atrás, no podría perder terreno en el tablero. Llegó la etapa del juego donde supo que tenía la carta indicada y que no podía dejarla ir. Con ella, llegaron más cartas lo que implicó un aumento de los jugadores en su mismo equipo. Sus decisiones ya no eran personales, sino que influían directamente en ellos.

Comenzó a notar movimientos más estables en el juego. Podía predecir que pasaría, ya no había decisiones apresuradas o fuera de contexto, se había convertido en un buen jugador. Llegó el turno en que debía comenzar a entregar aquellas cartas que tanto había usado. Con orgullo, transmitió la idea a aquellos jugadores tan importantes en su equipo. Cuando el juego parecía estar equilibrado, llegó un turno muy difícil. Un momento obligado que no se podía evitar para todo jugador: cartas inesperadas que se veía forzado a utilizar. Implicaban un final y dejaban una huella para siempre.

El tablero dejaba ir a jugadores, algunos llegando a la meta en paz y habiendo jugado muy bien, otros de manera abrupta. A su vez, permitía la aparición de otros que reforzaban el valor de nuevas cartas.

Fue así que llegó un día donde levantó su mano y buscando además en su mente, se dio cuenta que ya no le restaban cartas por jugar. Intentó verificar el manual de instrucciones del juego, pero recordó que la primera regla que le habían explicado es que no existía aquel  manual. Cerró sus ojos y como si fuera una imagen reflejada  en el agua, tuvo frente a si mismo el paso para salir del tablero. Giró para dar una última mirada a todo aquel camino recorrido. Aquel tablero estaba repleto de otros jugadores de su mismo equipo, avanzando cada uno según las cartas de su momento. Él había aprendido a jugar. Sonrió, levantó la cabeza y se dio cuenta que no cambiaría siquiera una sola carta de todo su juego. Un juego que alguien decidió llamar vida. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Esclavos del lunes


Una demora por un posible descarrilamiento  de un tren, produce una larga espera en la estación. Muchas personas afectadas se rinden ante aquella razón que cambia la rutina de sus mañanas en el viaje hacia sus trabajos. Se ven obligados a buscar variantes para llegar a su destino. El colectivo más cercano recibe pasajeros que no acostumbran a utilizarlo. De esta manera, se llena más rápido y el chófer no tiene otra opción que frenar y tomar más tiempo en cada parada, provocando un inevitable atraso. Con el correr de los minutos, esa diferencia crece y comienza a acumularse. Una mujer aparece corriendo un instante antes de cruzar un semáforo en verde. A pesar del presente tiempo, el chófer con buena intención aguarda esos escasos segundos de diferencia. El semáforo cambia de estado y debe esperar. Cuando vuelve a mostrar el verde permitiendo el paso, otro colectivo en su misma situación de la mañana, lo impacta de lleno de costado, arrastrándolo varios metros por su velocidad. La primera victima encontrada, de un alto número final, es la última mujer que subió al colectivo. Se escucha de fondo una conversación por celular “Me lo tuve que tomar porque el tren estaba demorado y no llegaba a tiempo”. Pasan varias  horas hasta lograr sacar algunas personas atrapadas. Se confirma el desperfecto del tren que ahora ya funciona con normalidad, pero aquellas vidas que intentaban cumplir con ese factor tan limitado como lo es el tiempo ya no podían regresar.

La historia es real hasta cierto punto, con la diferencia de que el choque no llegó a producirse. Quizás por la demora en el tren, por la decisión de tomar un colectivo o esperar otro, por la hora que parece ser una sombra inevitable a nuestras espaldas o hasta por aquellos breves segundos donde la mujer subió. ¿Por qué nosotros mismos nos creamos e ideamos tan peligrosas consecuencias solo para cumplir un horario? ¿Cuánto juega la razón en esos momentos donde parece desaparecer para solo dejarle lugar al actuar sin medir los siguientes pasos? Al fin y al cabo, lo único que parece ser real es la similitud en la que todos nos vemos inmersos de una u otra manera siendo victimas de la rutina, presos del tiempo y esclavos del lunes.