La situación era complicada. Todos los días
después del colegio nos juntábamos en el patio de Pablo para encontrar esa
valentía que nos faltaba. Una de las maderas de la cerca que separaba su casa
con la de Don Garrone nos permitía entrar a ese mundo de incertidumbre buscando
la gloria. Juan, Pablo y yo luchábamos por superar nuestros miedos. Con
nuestros once años, intentábamos crecer con cada expedición que llevábamos
adelante. Los tres aspirábamos a lo máximo. En el estudio de Don Garrone, sobre
una mesa de cristal, la leyenda contaba que guardaba una flor dorada haciendo
honor al amor de su vida. La única mujer que lo había hecho feliz, pero que a
su vez había dejado un vació en su corazón imposible de llenar después de un
extraño episodio en el pueblo que terminó con su vida. Desde aquel día, todo
pareció perder color y su casa lo demostraba. Su jardín, completamente
olvidado, ya parecía una jungla amazónica. Cruzarlo requería mucha destreza.
Los peligros acechaban de todas las formas, pero pasar aquel espació de pasto era solo el comienzo.
Entrar en la casa implicaba evitar a Sado. La feroz mascota que custodiaba los
dominios de Don Garrone. Una vez dentro, no cruzarse a su madre. Una mujer
indefensa, pero cuya imagen emitía terror. Su rostro desfigurado por los años,
la convertía en una actriz perfecta de cualquiera de esas películas de miedo.
Obviamente cada intrusión en la casa, era arriesgarse a cruzarse a Don
Garrone que parecía ser lo más normal de toda la situación.
Solo una vez había alcanzado el estudio en el
primer piso, pero Sado estaba ahí y me obligó a correr. Hoy sentía algo
diferente. Pablo y Juan con solo escuchar los ladridos a veces ni querían
intentarlo. Pero yo no. Nada me detenía para obtener esa flor. La necesitaba. Era una cuestión de
dar un paso hacía otra etapa.
Crucé el pequeño espacio de la madera rota y
mis ojos se encontraron ante el imponente jardín. Mis pies recorrieron el
pasto, esquivando pozos, plantas peligrosas y ratas que cruzaban sin detenerse. Cuando
subí los 2 escalones hacía la entrada, Sado me vio al aparecer por uno de los
costados del jardín. Me
apresuré a la puerta, que siempre estaba abierta, y la cerré tras entrar. Los
ladridos de Sado desaparecieron en pocos segundos. Sin perder más tiempo
y sin emitir sonido alguno, comencé a subir las escaleras. Estaba a pocos
metros de la puerta del estudio, pero antes me asomé a otra habitación. La
madre de Don Garrone miraba una de sus telenovelas y el alto volumen jugaba a
mi favor. Era imposible que me escuchase. Por segunda vez en mi vida alcancé el
lugar. Me frené ante ella. La flor dorada estaba ahí. Era real. Mis manos la
sostuvieron unos instantes, pero cuando estuve a punto de guardarla en uno de
mis bolsillos, escuché los pasos. Él se aproximaba. La deje en su
lugar y me escondí debajo de la cama. Don Garrone entró pesadamente en el estudio.
Apenas podía ver sus pies. Llevaba unas botas negras, gastadas por su uso
cotidiano. No lograba verlo, pero si podía escucharlo. Noté que se frenó ante
la flor. Una foto pareció escurrirse de sus manos y cayó casi a mi lado.
Mis ojos alcanzaron a verla claramente. Era él abrazando a quien seguramente
fue su amor. Una de sus manos buscó la foto debajo de la cama. Contuve la
respiración y tuve que moverme unos centímetros para evitar ser alcanzado por sus
dedos. Una vez que la encontró, comenzó
a balbucear unas palabras.
“Otro día más de aquel instante que te
tocó irte. Sostuviste esta misma flor entre tus manos, Ojala… “ La voz pareció
quebrarse y dos lágrimas cayeron sobre la alfombra.
Escuché como dejaba la flor en su lugar y
salía del estudio. Apenas cerró otra puerta, deje mi escondite para volver a quedar frente
a mi aspiración desde hacía años. Sin embargo, algo había cambiado. La
sensación era muy extraña y era capaz de explicarla, pero estaba ahí. En ese
momento, mi mente se dio cuenta que ya
no necesitaba la flor. Sin aguardar otro segundo, retomé mi camino. Corrí todo
el jardín para que Sado no me alcanzara. Juan y Pablo me esperaban del otro
lado.
- ¿Y? ¿Llegaste? – preguntó Juan, ansioso.
-Casi. La tuve en mis manos. La flor dorada
de Don Garrone es real. Está en su estudio antes que me pregunten. La leyenda
es cierta.
Los dos me miraron sin entender, se rieron
durante un instante antes de subir a sus bicicletas y alejarse. Sentía que
había sido mi última expedición. Lo que parecía un miedo imposible de
enfrentar, se había convertido en una sensación de tranquilidad. Como el
escritor al enfrentarse a una hoja en blanco o el pintor al encontrar los
colores para su obra. Su mente había cambiado el curso, como consecuencia
de las cortas palabras de aquel hombre y tener entre sus manos aquella reliquia
cuyo poder era tal que podía guardar recuerdos. La flor dorada de Don Garrone.
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