jueves, 16 de agosto de 2012

La flor dorada de Don Garrone


La situación era complicada. Todos los días después del colegio nos juntábamos en el patio de Pablo para encontrar esa valentía que nos faltaba. Una de las maderas de la cerca que separaba su casa con la de Don Garrone nos permitía entrar a ese mundo de incertidumbre buscando la gloria. Juan, Pablo y yo luchábamos por superar nuestros miedos. Con nuestros once años, intentábamos crecer con cada expedición que llevábamos adelante. Los tres aspirábamos a lo máximo. En el estudio de Don Garrone, sobre una mesa de cristal, la leyenda contaba que guardaba una flor dorada haciendo honor al amor de su vida. La única mujer que lo había hecho feliz, pero que a su vez había dejado un vació en su corazón imposible de llenar después de un extraño episodio en el pueblo que terminó con su vida. Desde aquel día, todo pareció perder color y su casa lo demostraba. Su jardín, completamente olvidado, ya parecía una jungla amazónica. Cruzarlo requería mucha destreza. Los peligros acechaban de todas las formas, pero pasar  aquel espació de pasto era solo el comienzo. Entrar en la casa implicaba evitar a Sado. La feroz mascota que custodiaba los dominios de Don Garrone. Una vez dentro, no cruzarse a su madre. Una mujer indefensa, pero cuya imagen emitía terror. Su rostro desfigurado por los años, la convertía en una actriz perfecta de cualquiera de esas películas de miedo.  Obviamente cada intrusión en la casa, era arriesgarse a cruzarse a Don Garrone que parecía ser lo más normal de toda la situación.

Solo una vez había alcanzado el estudio en el primer piso, pero Sado estaba ahí y me obligó a correr. Hoy sentía algo diferente. Pablo y Juan con solo escuchar los ladridos a veces ni querían intentarlo. Pero yo no. Nada me detenía para obtener  esa flor. La necesitaba. Era una cuestión de dar un paso hacía otra etapa.
Crucé el pequeño espacio de la madera rota y mis ojos se encontraron ante el imponente jardín. Mis pies recorrieron el pasto, esquivando pozos, plantas peligrosas y  ratas que cruzaban sin detenerse. Cuando subí los 2 escalones hacía la entrada, Sado me vio al aparecer por uno de los costados del jardín.  Me apresuré a la puerta, que siempre estaba abierta, y la cerré tras entrar. Los ladridos de Sado desaparecieron en pocos segundos.  Sin perder más tiempo y sin emitir sonido alguno, comencé a subir las escaleras. Estaba a pocos metros de la puerta del estudio, pero antes me asomé a otra habitación. La madre de Don Garrone miraba una de sus telenovelas y el alto volumen jugaba a mi favor. Era imposible que me escuchase. Por segunda vez en mi vida alcancé el lugar. Me frené ante ella. La flor dorada estaba ahí. Era real. Mis manos la sostuvieron unos instantes, pero cuando estuve a punto de guardarla en uno de mis bolsillos, escuché los pasos. Él se aproximaba. La deje en su lugar y me escondí debajo de la cama. Don Garrone entró pesadamente en el estudio. Apenas podía ver sus pies. Llevaba unas botas negras, gastadas por su uso cotidiano. No lograba verlo, pero si podía escucharlo. Noté que se frenó ante la flor.  Una foto pareció escurrirse de sus manos y cayó casi a mi lado. Mis ojos alcanzaron a verla claramente. Era él abrazando a quien seguramente fue su amor. Una de sus manos buscó la foto debajo de la cama. Contuve la respiración y tuve que moverme unos centímetros para evitar ser alcanzado por sus dedos. Una vez  que la encontró, comenzó a balbucear unas palabras.

 “Otro día más de aquel instante que te tocó irte. Sostuviste esta misma flor entre tus manos, Ojala… “ La voz pareció quebrarse y dos lágrimas cayeron sobre la alfombra.  
Escuché como dejaba la flor en su lugar y salía del estudio. Apenas cerró otra puerta,  deje mi escondite para volver a quedar frente a mi aspiración desde hacía años. Sin embargo, algo había cambiado. La sensación era muy extraña y era capaz de explicarla, pero estaba ahí. En ese momento, mi mente se dio  cuenta que ya no necesitaba la flor. Sin aguardar otro segundo, retomé mi camino. Corrí todo el jardín para que Sado no me alcanzara. Juan y Pablo me esperaban del otro lado.

- ¿Y? ¿Llegaste? – preguntó Juan, ansioso.
-Casi. La tuve en mis manos. La flor dorada de Don Garrone es real. Está en su estudio antes que me pregunten. La leyenda es cierta.

Los dos me miraron sin entender, se rieron durante un instante antes de subir a sus bicicletas y alejarse. Sentía que había sido mi última expedición. Lo que parecía un miedo imposible de enfrentar, se había convertido en una sensación de tranquilidad. Como el escritor al enfrentarse a una hoja en blanco o el pintor al encontrar los colores para su obra. Su mente había cambiado el curso, como consecuencia de las cortas palabras de aquel hombre y tener entre sus manos aquella reliquia cuyo poder era tal que podía guardar recuerdos. La flor dorada de Don Garrone.


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