Era el mejor día de la semana, a pesar de los
riesgos que supuestamente existían al salir. Minuciosamente ya había preparado
su lista de pendientes, divididos en urgentes y necesarios. Tenía la ropa
destinada solo a ese objetivo, sin mezclarla con toda la demás. El pronóstico
advertía una hermosa jornada de otoño: cielo celeste, no más de 15 grados y ese
viento frío que de vez en cuando golpea en la cara. Terminó de vestirse, tomó
cuatro bolsas de tela de diferentes colores y miró el calendario que colgaba en
la cocina. El círculo rojo sobre ese miércoles no refería a un cumpleaños,
aniversario o una fecha especial del pasado, sino a su momento de
esparcimiento; el único posible en medio de las nuevas medidas del mundo
moderno.
Acomodó su barbijo para cumplir las reglas,
después de idas y vueltas en el tema, y abrió la puerta de su departamento.
Presionó el botón rojo para encender la luz del pasillo con el codo y repitió
lo mismo con el del ascensor. El número en la pantalla led por encima de la
entrada gris marcó que ya estaba descendiendo. Frenó en su cuarto piso y
Amalia, una vecina de unos 60 años, lo saludó con una sonrisa que no pudo ver a
través de barbijos. El ascensor era uno de los espacios donde el
distanciamiento social desaparecía sin otra alternativa. El clásico tema del
clima se transformó en un silencio pleno durante los segundos del viaje. Ella
salió primero, abrió y apuró el paso apenas él pudo sostener la puerta de
entrada. Caminó los pocos pasos que lo separaban de la vereda y por fin sintió
el sol en la piel.
Tenía dos cuadras para disfrutar de la caminata
antes de entrar al supermercado. Sostenía con fuerza las bolsas de tela, los
nuevos pases hacia la esporádica y momentánea libertad. Llegó a la esquina y el
semáforo le daba luz verde a los autos, pero no se veía ninguno. En otro
momento hubiese cruzado, apurado por un tiempo que no existía. Sin embargo, esperó a que
el color cambiase a rojo. Dobló a la derecha y notó que 5 personas aguardaban
fuera del negocio, cumpliendo la distancia. Cuando alguien salía, otro entraba.
Todo en silencio, sin ningún control externo, con un orden y una precisión
inédita.
Llegó su turno y disfrutó el primer paso al
entrar. Algunas góndolas reflejaban los faltantes en la ciudad pero la mayoría
tenía lo que necesitaba. Revisó su lista de pendientes y fue llenando las
mágicas bolsas de tela. Nadie quería compartir un pasillo con otro, el
supermercado ya no tenía esa música oriental de fondo, esa que sonaba cuando el
mundo aún parecía normal. Volvió a verificar la lista antes de acercarse a una
de las cajas. Se arrepintió de no haber traído otra bolsa más. Asintió con su
cabeza para devolver el saludo del cajero a través de una especie de pared de
papel film. El sonido de cada producto en la maquina era el nuevo vocabulario
dentro de esos supermercados. Sacó su tarjeta para pagar, volvió a acomodar
todo dentro de las bolsas y regresó a la calle.
A paso lento por el peso y tras
frenar dos veces, se encontró de nuevo con su edificio. Subió al ascensor,
cruzó la entrada de su departamento, dejó las bolsas y cumplió con cada regla
que ya conocía después de meses en cuarentena. Acomodó las compras en alacenas y la heladera y tomó el marcador rojo, que colgaba de un hilo al lado del
calendario. Tachó un día más y volvió a remarcar una fecha con un círculo, mientras pensaba cuántas excursiones le quedarían por delante.
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