domingo, 19 de abril de 2020

Cuentos en Cuarentena: "Excursión"

Era el mejor día de la semana, a pesar de los riesgos que supuestamente existían al salir. Minuciosamente ya había preparado su lista de pendientes, divididos en urgentes y necesarios. Tenía la ropa destinada solo a ese objetivo, sin mezclarla con toda la demás. El pronóstico advertía una hermosa jornada de otoño: cielo celeste, no más de 15 grados y ese viento frío que de vez en cuando golpea en la cara. Terminó de vestirse, tomó cuatro bolsas de tela de diferentes colores y miró el calendario que colgaba en la cocina. El círculo rojo sobre ese miércoles no refería a un cumpleaños, aniversario o una fecha especial del pasado, sino a su momento de esparcimiento; el único posible en medio de las nuevas medidas del mundo moderno.  

Acomodó su barbijo para cumplir las reglas, después de idas y vueltas en el tema, y abrió la puerta de su departamento. Presionó el botón rojo para encender la luz del pasillo con el codo y repitió lo mismo con el del ascensor. El número en la pantalla led por encima de la entrada gris marcó que ya estaba descendiendo. Frenó en su cuarto piso y Amalia, una vecina de unos 60 años, lo saludó con una sonrisa que no pudo ver a través de barbijos. El ascensor era uno de los espacios donde el distanciamiento social desaparecía sin otra alternativa. El clásico tema del clima se transformó en un silencio pleno durante los segundos del viaje. Ella salió primero, abrió y apuró el paso apenas él pudo sostener la puerta de entrada. Caminó los pocos pasos que lo separaban de la vereda y por fin sintió el sol en la piel.

Tenía dos cuadras para disfrutar de la caminata antes de entrar al supermercado. Sostenía con fuerza las bolsas de tela, los nuevos pases hacia la esporádica y momentánea libertad. Llegó a la esquina y el semáforo le daba luz verde a los autos, pero no se veía ninguno. En otro momento hubiese cruzado, apurado por un tiempo que no existía. Sin embargo, esperó a que el color cambiase a rojo. Dobló a la derecha y notó que 5 personas aguardaban fuera del negocio, cumpliendo la distancia. Cuando alguien salía, otro entraba. Todo en silencio, sin ningún control externo, con un orden y una precisión inédita.

Llegó su turno y disfrutó el primer paso al entrar. Algunas góndolas reflejaban los faltantes en la ciudad pero la mayoría tenía lo que necesitaba. Revisó su lista de pendientes y fue llenando las mágicas bolsas de tela. Nadie quería compartir un pasillo con otro, el supermercado ya no tenía esa música oriental de fondo, esa que sonaba cuando el mundo aún parecía normal. Volvió a verificar la lista antes de acercarse a una de las cajas. Se arrepintió de no haber traído otra bolsa más. Asintió con su cabeza para devolver el saludo del cajero a través de una especie de pared de papel film. El sonido de cada producto en la maquina era el nuevo vocabulario dentro de esos supermercados. Sacó su tarjeta para pagar, volvió a acomodar todo dentro de las bolsas y regresó a la calle. 

A paso lento por el peso y tras frenar dos veces, se encontró de nuevo con su edificio. Subió al ascensor, cruzó la entrada de su departamento, dejó las bolsas y cumplió con cada regla que ya conocía después de meses en cuarentena. Acomodó las compras en alacenas y la heladera y tomó el marcador rojo, que colgaba de un hilo al lado del calendario. Tachó un día más y volvió a remarcar una fecha con un círculo, mientras pensaba  cuántas excursiones le quedarían por delante.

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