jueves, 25 de octubre de 2012

Un juego de cartas


El mazo era raro. Único. Sin que nadie le avisara, comenzó a jugar. En los primeros movimientos, empezó a conocer las reglas. Al principio, parecía fácil; un juego sencillo. Las decisiones parecían no tener mayores consecuencias y las cartas se repetían en muchas ocasiones. Era como recorrer los mismos lugares y seguir jugando. Ante algunos avances, recibía gritos y no comprendía porque. Sin embargo, el mismo pilón de cartas empezó a desaparecer, dando lugar a otras cuyo fin era mucho más diverso. La elección de cual usar, tenía un costo que empezaba a generar incomodidades. Igualmente, aún sentía que nada era definitivo. En el trayecto que mostraba el tablero del juego, aparecían nuevos casilleros que venían acompañados de más cartas desconocidas aún. El mal uso de ellas o la sorpresa de recibir una carta en su contra que no esperaba, lo forzaban a retroceder algunos pasos. Se enojó con la primera impresión de este tipo de conflictos, pero luego comprendió la ventaja de que ir hacía atrás le brindaba el conocimiento necesario para no volver a recibir esas cartas sorpresa. Ya conocía esa jugada.

Cuando ya resultaba inevitable y solo recorría caminos cuyas cartas eran similares, notó que debía tomar el control del juego. En ese momento, las cartas cuyo valor no tenían precedencia para él, aparecieron sin preguntar. Sin dudas, al tenerlas en sus manos, su precio subió notablemente. Ya no había vuelta atrás, no podría perder terreno en el tablero. Llegó la etapa del juego donde supo que tenía la carta indicada y que no podía dejarla ir. Con ella, llegaron más cartas lo que implicó un aumento de los jugadores en su mismo equipo. Sus decisiones ya no eran personales, sino que influían directamente en ellos.

Comenzó a notar movimientos más estables en el juego. Podía predecir que pasaría, ya no había decisiones apresuradas o fuera de contexto, se había convertido en un buen jugador. Llegó el turno en que debía comenzar a entregar aquellas cartas que tanto había usado. Con orgullo, transmitió la idea a aquellos jugadores tan importantes en su equipo. Cuando el juego parecía estar equilibrado, llegó un turno muy difícil. Un momento obligado que no se podía evitar para todo jugador: cartas inesperadas que se veía forzado a utilizar. Implicaban un final y dejaban una huella para siempre.

El tablero dejaba ir a jugadores, algunos llegando a la meta en paz y habiendo jugado muy bien, otros de manera abrupta. A su vez, permitía la aparición de otros que reforzaban el valor de nuevas cartas.

Fue así que llegó un día donde levantó su mano y buscando además en su mente, se dio cuenta que ya no le restaban cartas por jugar. Intentó verificar el manual de instrucciones del juego, pero recordó que la primera regla que le habían explicado es que no existía aquel  manual. Cerró sus ojos y como si fuera una imagen reflejada  en el agua, tuvo frente a si mismo el paso para salir del tablero. Giró para dar una última mirada a todo aquel camino recorrido. Aquel tablero estaba repleto de otros jugadores de su mismo equipo, avanzando cada uno según las cartas de su momento. Él había aprendido a jugar. Sonrió, levantó la cabeza y se dio cuenta que no cambiaría siquiera una sola carta de todo su juego. Un juego que alguien decidió llamar vida. 

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