El mazo era raro. Único. Sin que nadie le avisara, comenzó
a jugar. En los primeros movimientos, empezó a conocer las reglas. Al
principio, parecía fácil; un juego sencillo. Las decisiones parecían no tener
mayores consecuencias y las cartas se repetían en muchas ocasiones. Era como
recorrer los mismos lugares y seguir jugando. Ante algunos avances, recibía
gritos y no comprendía porque. Sin embargo, el mismo pilón de cartas empezó a
desaparecer, dando lugar a otras cuyo fin era mucho más diverso. La elección de
cual usar, tenía un costo que empezaba a generar incomodidades. Igualmente, aún
sentía que nada era definitivo. En el trayecto que mostraba el tablero del
juego, aparecían nuevos casilleros que venían acompañados de más cartas
desconocidas aún. El mal uso de ellas o la sorpresa de recibir una carta en su
contra que no esperaba, lo forzaban a retroceder algunos pasos. Se enojó con la
primera impresión de este tipo de conflictos, pero luego comprendió la ventaja
de que ir hacía atrás le brindaba el conocimiento necesario para no volver a
recibir esas cartas sorpresa. Ya conocía esa jugada.
Cuando ya resultaba inevitable y solo recorría caminos
cuyas cartas eran similares, notó que debía tomar el control del juego. En ese
momento, las cartas cuyo valor no tenían precedencia para él, aparecieron sin
preguntar. Sin dudas, al tenerlas en sus manos, su precio subió notablemente.
Ya no había vuelta atrás, no podría perder terreno en el tablero. Llegó la
etapa del juego donde supo que tenía la carta indicada y que no podía dejarla
ir. Con ella, llegaron más cartas lo que implicó un aumento de los jugadores en
su mismo equipo. Sus decisiones ya no eran personales, sino que influían
directamente en ellos.
Comenzó a notar movimientos más estables en el juego.
Podía predecir que pasaría, ya no había decisiones apresuradas o fuera de
contexto, se había convertido en un buen jugador. Llegó el turno en que debía
comenzar a entregar aquellas cartas que tanto había usado. Con orgullo,
transmitió la idea a aquellos jugadores tan importantes en su equipo. Cuando el
juego parecía estar equilibrado, llegó un turno muy difícil. Un momento
obligado que no se podía evitar para todo jugador: cartas inesperadas que se
veía forzado a utilizar. Implicaban un final y dejaban una huella para siempre.
El tablero dejaba ir a jugadores, algunos llegando a la
meta en paz y habiendo jugado muy bien, otros de manera abrupta. A su vez,
permitía la aparición de otros que reforzaban el valor de nuevas cartas.
Fue así que llegó un día donde levantó su mano y buscando
además en su mente, se dio cuenta que ya no le restaban cartas por jugar.
Intentó verificar el manual de instrucciones del juego, pero recordó que la
primera regla que le habían explicado es que no existía aquel manual. Cerró sus ojos y como si fuera una
imagen reflejada en el agua, tuvo frente a si mismo el paso para salir
del tablero. Giró para dar una última mirada a todo aquel camino recorrido.
Aquel tablero estaba repleto de otros jugadores de su mismo equipo, avanzando cada
uno según las cartas de su momento. Él había aprendido a jugar. Sonrió, levantó
la cabeza y se dio cuenta que no cambiaría siquiera una sola carta de todo su
juego. Un juego que alguien decidió llamar vida.
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