Me siento en el último lugar a la izquierda de la fila de cinco asientos. Saco mi cuaderno y levanto la mirada. Son las nueve y diez de la mañana del miércoles 6 de agosto de 2014.
El hombre del primer asiento individual en la parte izquierda del colectivo lee un ejemplar de Game of Thrones. Otro mira atentamente una especie de cuaderno con partituras. La mujer que usa sandalias enfrenta los 7 grados a pesar de tener sus pies al aire libre. Delante mío un hombre tiene unos extraños auriculares con los que escucha música o la radio. Me inclino más por la segunda opción por su cara de preocupación. La música se elige, las noticias no.
El chófer muestra signos de asesino serial, con sus anteojos grandes y viejos, sus hombros levantados y su cuerpo encorvado hacia delante. Acelera en varias oportunidades a pesar de que podría evitarlo.
Otra mujer saca un libro, aunque no llego a ver cuál es desde mi lugar. Sube una mujer de rasgos orientales que opta por el primer asiento del colectivo. Otra, que sube detrás de ella, se acomoda a su lado sin conocerse. La tercera en subir camina hacia atrás donde permanece parada a pesar de los asientos libres mirando en dirección opuesta al chófer. Lleva el pelo planchado, una campera de cuero y los labios recién pintados.
Un hombre le da una última pitada a su cigarrillo antes de tirarlo al suelo y subir. Otro ocupa aquel lugar que la mujer de campera de cuero dejó libre. Lleva una nena de unos dos años en sus brazos. El chófer acelera y llega rápido a la siguiente parada. Sube una mujer con una botella de levite de pomelo en ese bolsillo externo de red que tiene su mochila. También sube otra mujer extremadamente maquillada, con auriculares blancos, pelo largo, saco negro y botas largas. Tiene una expresión preocupada, mueve su cuello hacia ambos lados con el clásico gesto para intentar sacar ese molesto dolor cervical.
El colectivo comienza a llenarse. Una mujer logra llegar hasta el final, se mantiene de pie sosteniéndose con su mano derecha del caño amarillo y cuelga un bolso marrón en el codo de la mano izquierda mientras la usa para escribir algo en su celular. La mayoría de las ventanas siguen cerradas, a pesar de la acumulación de pasajeros. La nena de dos años se apoya en el hombro y duerme. Una mujer de unos 40 años pide permiso, mientras no puede dejar de mascar un chicle de manera furiosa.
Empieza a aparecer el tráfico a medida que el colectivo se acerca al centro. Varios bajan, otros suben. Un hombre de anteojos con marco negro se queda parado adelante, cerca del asiento del papá con la nena. Otro llega hasta la puerta de atrás con esos auriculares gigantes colgados en el cuello y una mujer consigue también alcanzar ese lugar, casi trastabillando por los frenos del chófer con cara de asesino serial. Lleva un bolso multicolor que sirve para contrarrestar el día gris. Está escuchando música por como tararea un tema.
Los últimos que suben miran para atrás, pero no encuentra forma de pasar. Una mujer, que ya llevaba casi media hora sentada adelante, saca un libro de tapa roja y letras amarillas en su sinopsis. Tres personas leyendo a la vez arriba de un mismo colectivo no suelen verse todos los días. La mujer del chicle sigue masticándolo como si fuera la última vez en su vida.
La calle da la sensación de tener más autos que personas. El papá y la nena bajan por la puerta de adelante. Llegan dos mujeres pidiendo permiso para bajar. En la esquina de Medrano entra un poco del humo negro de otro colectivo y varios tosen en forma simultanea.
Otra mujer que recién sube tiene un kindle en la mano. Me quedan solo tres paradas antes de terminar el viaje. Se escuchan muchas bocinas y algunas quejas como sus inmediatas consecuencias. La mujer del kindle se sienta mirando hacia atrás y enfrenta cara a cara a la del libro de tapa roja. Un duelo en vivo y en directo entre lo que fuimos y algunos quieren ser.
Me queda una sola parada antes de bajar. La mujer del bolso multicolor encuentra lugar y se lanza hacia él como un vaso de agua en pleno desierto. Otro hombre insulta al aire con gestos de haber perdido la paciencia. Me paro para alcanzar la puerta de atrás y cuando piso la vereda sigo al 24 con la mirada mientras se aleja por la Avenida Corrientes. Durante poco más de 50 minutos dejamos de ser desconocidos para convertirnos en pasajeros de múltiples destinos.
El hombre del primer asiento individual en la parte izquierda del colectivo lee un ejemplar de Game of Thrones. Otro mira atentamente una especie de cuaderno con partituras. La mujer que usa sandalias enfrenta los 7 grados a pesar de tener sus pies al aire libre. Delante mío un hombre tiene unos extraños auriculares con los que escucha música o la radio. Me inclino más por la segunda opción por su cara de preocupación. La música se elige, las noticias no.
El chófer muestra signos de asesino serial, con sus anteojos grandes y viejos, sus hombros levantados y su cuerpo encorvado hacia delante. Acelera en varias oportunidades a pesar de que podría evitarlo.
Otra mujer saca un libro, aunque no llego a ver cuál es desde mi lugar. Sube una mujer de rasgos orientales que opta por el primer asiento del colectivo. Otra, que sube detrás de ella, se acomoda a su lado sin conocerse. La tercera en subir camina hacia atrás donde permanece parada a pesar de los asientos libres mirando en dirección opuesta al chófer. Lleva el pelo planchado, una campera de cuero y los labios recién pintados.
Un hombre le da una última pitada a su cigarrillo antes de tirarlo al suelo y subir. Otro ocupa aquel lugar que la mujer de campera de cuero dejó libre. Lleva una nena de unos dos años en sus brazos. El chófer acelera y llega rápido a la siguiente parada. Sube una mujer con una botella de levite de pomelo en ese bolsillo externo de red que tiene su mochila. También sube otra mujer extremadamente maquillada, con auriculares blancos, pelo largo, saco negro y botas largas. Tiene una expresión preocupada, mueve su cuello hacia ambos lados con el clásico gesto para intentar sacar ese molesto dolor cervical.
El colectivo comienza a llenarse. Una mujer logra llegar hasta el final, se mantiene de pie sosteniéndose con su mano derecha del caño amarillo y cuelga un bolso marrón en el codo de la mano izquierda mientras la usa para escribir algo en su celular. La mayoría de las ventanas siguen cerradas, a pesar de la acumulación de pasajeros. La nena de dos años se apoya en el hombro y duerme. Una mujer de unos 40 años pide permiso, mientras no puede dejar de mascar un chicle de manera furiosa.
Empieza a aparecer el tráfico a medida que el colectivo se acerca al centro. Varios bajan, otros suben. Un hombre de anteojos con marco negro se queda parado adelante, cerca del asiento del papá con la nena. Otro llega hasta la puerta de atrás con esos auriculares gigantes colgados en el cuello y una mujer consigue también alcanzar ese lugar, casi trastabillando por los frenos del chófer con cara de asesino serial. Lleva un bolso multicolor que sirve para contrarrestar el día gris. Está escuchando música por como tararea un tema.
Los últimos que suben miran para atrás, pero no encuentra forma de pasar. Una mujer, que ya llevaba casi media hora sentada adelante, saca un libro de tapa roja y letras amarillas en su sinopsis. Tres personas leyendo a la vez arriba de un mismo colectivo no suelen verse todos los días. La mujer del chicle sigue masticándolo como si fuera la última vez en su vida.
La calle da la sensación de tener más autos que personas. El papá y la nena bajan por la puerta de adelante. Llegan dos mujeres pidiendo permiso para bajar. En la esquina de Medrano entra un poco del humo negro de otro colectivo y varios tosen en forma simultanea.
Otra mujer que recién sube tiene un kindle en la mano. Me quedan solo tres paradas antes de terminar el viaje. Se escuchan muchas bocinas y algunas quejas como sus inmediatas consecuencias. La mujer del kindle se sienta mirando hacia atrás y enfrenta cara a cara a la del libro de tapa roja. Un duelo en vivo y en directo entre lo que fuimos y algunos quieren ser.
Me queda una sola parada antes de bajar. La mujer del bolso multicolor encuentra lugar y se lanza hacia él como un vaso de agua en pleno desierto. Otro hombre insulta al aire con gestos de haber perdido la paciencia. Me paro para alcanzar la puerta de atrás y cuando piso la vereda sigo al 24 con la mirada mientras se aleja por la Avenida Corrientes. Durante poco más de 50 minutos dejamos de ser desconocidos para convertirnos en pasajeros de múltiples destinos.